AustLit
Fue John quien nos recogió a un lado de la carretera. Tenía cincuenta y pico años, llevaba unos vaqueros azules sucios y tenía el ceño fruncido. Era el tipo de ceño que requiere esfuerzo. Su mantenimiento probablemente implicaba no sonreír a cosas bonitas como los bebés y los gatitos.
—Parece simpático —dijo Cherie en ese momento.
Eso fue antes de que pasáramos una semana viviendo en el aparcamiento de su taller. Después de nuestra experiencia de inmersión tanto en motores de coches como en John, cambió de opinión:
—Es un poco raro, ese John.
No hay mucho que decir sobre vivir en el taller de un mecánico, pero puedo decir al menos dos cosas. Después de unos días, una fina capa de grasa negra te cubre a ti y todo lo que tienes. Si alguien intentara agarrarte, te escaparías de sus garras como una pastilla de jabón mojada. La segunda cosa que hay que decir es que los mecánicos taciturnos no aprecian a dos mujeres jóvenes con un montón de preguntas.
—¿Qué es una correa de distribución? —preguntamos cuando John nos dijo que la nuestra se había roto.
—¿Es fácil de arreglar? —preguntamos cuando nuestra transmisión explotó tan violentamente como un petardo.
—¿Hay algún McDonald's por aquí? —preguntamos cuando nos entró hambre.
Resulta que la correa de distribución es importante. Arreglar una transmisión no es fácil. Y no, no había ningún McDonald's en el pequeño pueblo de Port Wakefield, en Australia del Sur. Sin embargo, podías servirte un Chiko Roll de la estación de servicio.
—Son buenos —dijo John.
—No, gracias —respondimos.
Antes de convertirnos en fregonas engrasadas para un mecánico llamado John, habíamos estado manejando un Mitsubishi Express de 1997 por Australia. El viaje fue idea mía, pero no fue difícil convencer a Cherie de que me acompañara. La convencí con visiones de días junto al océano y la libertad de la carretera. A mediados de la segunda semana de nuestro viaje, a Cherie le entró miedo de manejar la combi por la autopista. No podía quitarse la sensación de que las ruedas y el metal se desprenderían pieza a pieza hasta acabar sentadas en nuestros asientos en la carretera.
—¿Puedes manejar? —dijo ella, justo afuera de Byron Bay. Había lágrimas en sus ojos, pero las atribuí a la ráfaga de aire que salía de la ventanilla abierta. El viento era nuestro aire acondicionado.
—¿Qué? —le grité—: ¿Quieres volar? —El rugido del motor dificultaba la conversación.
—¡Manejar, manejar! ¿Puedes hacerte cargo por un momento? —dijo ella, un poco más asustada.
Sus temores no eran infundados. Los problemas mecánicos nos acosaron desde el principio. Cada vez que arrancábamos la combi en un aparcamiento abarrotado, la gente se preguntaba si debía correr o esconderse. Cuando llegábamos a los campings, las madres llamaban a sus hijos para que se acercaran, tapándoles las orejas.
En las Montañas Azules, la combi se negaba a acelerar en las subidas. En vez de eso, el motor se ponía al rojo vivo y la combi disminuía su velocidad. Como el motor estaba debajo de nuestros asientos, nuestros muslos ardían como el pollo recién cocinado. En otra ocasión, la combi decidió conducir sólo en reversa. Me imaginé que haríamos el viaje hacia atrás, que llegaríamos a la ciudad con el maletero por delante, saludando a la gente que nos aclamaba.
—Esas son las chicas que están dando marcha atrás por Australia —decían—. Qué chévere.
Llevábamos tres meses en la carretera cuando el coche nos dejó tiradas y tuvimos que hacer una parada dando sacudidas a veinte kilómetros de Port Wakefield.
—¿Qué fue eso? —Cherie gritó por encima del ruido del motor—. ¿Hemos chocado con algo?
Eché un vistazo rápido en busca de equidnas o varanos recién aplastados en la carretera.
—No lo creo. ¡No pasa nada! —respondí, justo antes de que el motor renqueara y se apagara. Cherie se desvió a un lado de la carretera y abrimos el capó para echar una miradita dentro. Esto era para que pareciera que sabíamos lo que estaba pasando más que nada. Ninguna de las dos podía distinguir entre un motor en buenas condiciones y un montón de chatarra.
—Estoy segura de que es sólo una correa de ventilador o algo así —le dije con confianza a Cherie, que me miraba dócilmente.
—No se está quemando ni nada por el estilo. Las correas del ventilador son fáciles de reemplazar — dije. En mi mente, me imaginé una pequeña correa en las entrañas del coche que se había partido en dos.
—Un arreglo fácil —diría el mecánico—¿Y sabes qué? es gratis.
En cambio, nos tocó John. Cuando hablamos con él por teléfono, nos pidió que camináramos a lo largo de la carretera, buscando trozos del motor o de la correa que pudieran darnos una pista de lo que se había roto. Cherie y yo caminamos al menos un kilómetro, recogiendo trozos de goma y chatarra. Había goma negra rota por todas partes. Cada trozo de goma podía tener sesenta segundos o sesenta años. Lo recogimos todo obedientemente. Cuando John llegó con su grúa, nos encontró de pie junto a la carretera como dos novias que sostienen ramos de goma negra.
En los primeros minutos, John se electrocutó con algo. —¡Mierda! —dijo, agitando un dedo chamuscado. Cherie y yo nos apartamos, lanzándonos miradas de reojo. Éramos como dos niñas viendo a su padre intentar cambiar el cartucho de la impresora. Medio esperaba que una pieza gris de la impresora pasara volando por mi cabeza.
Por alguna razón, me tranquilizó que John dijera mierda en lugar de algo más fuerte, como joder. Mierda parecía bastante suave para alguien que está pensando en asesinar a dos chicas en el arcén de una carretera del sur de Australia. No es que pensara que John iba a matarnos, pero como mujer, evaluar a un hombre por su capacidad de cometer un asesinato es algo natural para nosotras. A John también le sobraban demasiados kilos alrededor de la cintura para asesinar a alguien.
—Tendré que llevar el coche al taller —dijo John, una vez que se recuperó del shock—. Algo le ha pasao.
—¿Podría ser una de las correas del ventilador? —le sugerí amablemente.
John nos llevó a su taller en la grúa. Nunca había estado en una grúa y me sentí un poco emocionada. Una lata de WD40 traqueteaba en el tablero de mandos. La tela del asiento estaba grasienta.
—¿Eres de por aquí? —le pregunté a John. Nunca he tolerado los silencios incómodos.
—No — respondió John.
El taller de John estaba situado en la autopista, en medio de las cinco cuadrículas polvorientas que formaban la ciudad de Port Wakefield. Google Maps mostraba que la ciudad estaba aplastada entre dos penínsulas: La península de Yorke al oeste y la península de Fleurieu, cerca de Adelaida, al este. Port Wakefield era el tipo de lugar que apenas se registra en los mapas. Si se te cae una patata frita al suelo del coche, cuando te agachas a recogerla, ya la has dejado atrás la ciudad. El principal atractivo de Port Wakefield eran dos panaderías, cada una con un cartel que decía "¡Los mejores hojaldres de carne de la ciudad!". Justo al lado de la carretera había dos pubs y una tienda de comestibles. Más tarde descubrimos que la tienda tenía los estantes vacíos; su oferta principal eran barras de chocolate que se habían vuelto polvorientas con el tiempo. La gente se detenía acá para comprar hojaldre de carne, gasolina y nada más. Port Wakefield no era un lugar al que uno quisiera ir: era un lugar por el que uno pasa, una mancha en el mapa de camino a otro lugar.
Cuando llegamos al taller, John desapareció en sus enormes fauces.
—Esperen aquí —dijo, señalando un montón de chatarra.
Me apoyé en el lado de un viejo barco. Cherie eligió el bordillo. Todo el lugar brillaba bajo el sol como una migraña. Al otro lado de la carretera, había una estación de servicio con aseos abiertos 24x7 y que se limpiaban una vez cada tres o cinco años.
—La transmisión está estropeada —nos dijo John más tarde ese día—. Es mejor desguazar la combi y comprar una nueva. Esta no llegará a ningún parte.
Ya era tarde y los camiones en la autopista habían empezado a encender las largas. Cada una de ellas brillaba como una luz estroboscópica demasiado brillante en una discoteca. Todo el mundo, menos nosotras, parecía estar yendo a algún sitio.
—Hay peores lugares para estar averiadas —le dije a Cherie.
Cherie miró alrededor del garaje, con montañas de tétanos en cada rincón. La estación de servicio había encendido sus luces, bañando la zona con un pálido resplandor amarillo.
—No hay muchos lugares peores. Pero seguro que hay algunos —murmuré.
Como si fuera un conserje enseñándonos la habitación de un hotel, John señaló el grifo de agua oxidado que había en el lateral del edificio.
—Pueden utilizarlo — dijo antes de desaparecer en la noche, probablemente a la caza de un Chiko Roll.
Entre la gente maravillosamente positiva circula la idea de que se puede encontrar belleza en todas partes. Las flores crecen en los escombros de los edificios bombardeados y cosas así. En uno de nuestros paseos desde el garaje, Cherie y yo nos encontramos con una valla alta con un cartel que decía "Complejo Experimental y de Pruebas de Port Wakefield". Aquí era donde el ejército probaba los proyectiles y destruía la artillería caducada e insegura. Incluso el ejército australiano estaba de acuerdo en que Port Wakefield no podía empeorar por unos cientos de bombas lanzadas. Las flores nunca más volverían a crecer en ese lugar.
En otro camino, nos encontramos con una poza de marea con una escalera para bajar a nadar. Pasamos la tarde viendo cómo la marea arrastraba la piscina verde hacia el mar. Lo que más nos interesaba eran las pequeñas medusas translúcidas que se deslizaban por la corriente. Lo que más me llamó la atención fue cómo se movían, cómo eran capaces de moverse por el océano a pesar de no tener extremidades ni cerebro. Había toda una historia dentro de esas medusas. Imagino que mirar una medusa es similar a mirar la sopa primordial, plantea preguntas sobre el universo. Cuestionar el universo no era algo que quisieras hacer en Port Wakefield, podrías no estar contento con las respuestas.
Durante la semana en que vivimos en el garaje, decidimos que queríamos quedarnos con nuestra combi, aunque eso significara encontrar un nuevo motor. Una pareja más sensata habría decidido quemarla con fuego, dejando atrás el casco calcinado de la combi y los restos bombardeados del pueblo. Pero éramos unas sentimentales; habíamos transformado la combi con cariño y la habíamos convertido en un hogar. ¡Tenía cojines! Y un mini refrigerador. Incluso tenía una rata que dejaba pequeñas mordidas en toda nuestra comida. ¿Qué le sucedería a la rata? Era un verdadero hogar.
—Te va a salir caro —dijo John—, y vas a estar aquí un tiempo.
—Aproximadamente, ¿cuánto tiempo es un tiempo? —respondí, pensando que no superaría 2 o 3 días.
—Un par de semanas —dijo John, sin hacer contacto visual.
Esa tarde, llevamos nuestra delgada colchoneta a través de la ciudad y hasta el parque de caravanas local. Montamos nuestra tienda de campaña que compramos en la tienda por departamentos por diez dólares bajo un pino. Una hora más tarde, nuestra tienda estaba manchada de caca de pájaro y nos mudamos de nuevo. Durante nuestra primera noche, nos despertamos con el sonido de alguien teniendo arcadas cerca de nuestras cabezas.
—¿Oyes eso? —dijo Cherie, con su pelo rubio sobresaliendo como una cacatúa de la electricidad estática de su saco de dormir. Nos turnamos para mirar por la solapa de la ventana. Era una mujer en ropa interior vomitando contra el lateral de una cabina. El hombre que la acompañaba vestía con el azul típico de los políticos del partido conservador. Parecía gomelo. Su Mercedes con matrícula de Canberra ya había desaparecido al amanecer.
—John, ¿cuándo va a llegar el nuevo motor? —le preguntábamos a diario.
—Pronto, pronto —respondía siempre. Pronto se convirtió en una semana, y luego en dos. John se ponía a trabajar debajo de un camión o un coche cuando nos veía venir de lejos. Fingía estar ocupado con su barco que no había visto el agua en unos veinte años. Empezamos a gimotear como niños que quieren un helado:
—Joooooooohn. ¿Cuándo viene nuestro motor?
Cuando nos hartamos de la poza de marea, fuimos a dar una vuelta por el pueblo, mirando los coches de los demás. Vimos una furgoneta similar a la Mitsubishi Express sobre unos ladrillos en el patio delantero de alguien y la miramos como dos halcones con pelo rubio. La gente cerraba sus cortinas de encaje cuando pasábamos. Éramos zombis cubiertos de polvo que buscaban coches para destripar.
Cuando estábamos a punto de comprar una casita de campo y adaptarnos a nuestra nueva vida en Port Wakefield, la combi estaba arreglada. En una rara muestra de personalidad, John la manejó tocando la bocina y triunfante hasta la puerta de nuestra tienda barata. Seguía rugiendo y haciendo un ruido metálico como unas monedas en una secadora, pero funcionaba sin problemas.
—John, ¡qué hombre! —dijo Cherie mientras salíamos del pueblo. Había pasado casi un mes desde la avería.
—¡Un osito! —añadí, quizás exagerando un poco.
Habían pasado seis semanas cuando volvimos a tener una avería. Esta vez la combi se negó a arrancar en un camping remoto de Australia Occidental. Esa mañana, cayó un chaparrón en el campo y la lluvia convirtió la tierra roja en grandes charcos. No había nadie alrededor.
—Inténtalo una vez más —dije, mientras Cherie giraba la llave repetidamente.
—Otra vez no —suplicó Cherie—, por favor, otra vez no.
Cuando por fin arrancamos la combi y llegamos a un pueblo minero cercano, la llevamos directamente a un mecánico. Este mecánico era pequeño y enjuto. Parecía el padre de alguien.
—Lo mejor es desguazarla y comprar una nueva —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Chiko Roll? —le pregunté a Cherie, señalando la estación de servicio que había al final de la carretera.
—Sí, ¿por qué no?
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